Tiempo de vivir. Subjetividad y envejecimiento - Portal do Envelhecimento e Longeviver
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Tiempo de vivir. Subjetividad y envejecimiento

A lo largo de cinco apartados conceptualizan los movimientos del psiquismo ante el registro del paso del tiempo y la progresiva y discontinua conciencia de finitud.

Olga Beliveau e Diana Singer *


En el Tiempo del pacto describen los procesos a través de los cuales la cultura tramita la angustia ante la muerte y, depositando en la vejez su amenazante significación, genera mecanismos de marginación y rechazo a los viejos. Tiempo de la imagen plantea un momento subjetivo que al anticipar la vejez produce un resquebrajamiento de carácter fundamentalmente narcisista. Tiempo del dominio analiza la presencia de la “pulsión de muerte” como consecuencia de la sucesión de pérdidas. El dominio de lo pulsional va a ser el gran trabajo del yo para oponerse a esa tendencia a la desagregación. Tiempo de las reminiscencias, que son consideradas como las últimas astucias de un yo que no quiere claudicar. Para finalizar con el Tiempo de la cura donde las autoras sostienen la posibilidad del análisis en la vejez, subrayando alguna de sus particularidades y privilegiando el análisis grupal.

“… Han transcurrido cinco años. Ha salido el sol más de l800 veces. Veranos e inviernos han desgastado las montañas un poquito más y las lluvias han arrastrado parte de ese polvo. Algunos críos que aún no habían nacido han comenzado ya a formar frases completas, y muchas personas que creían ser todavía jóvenes y ágiles, han empezado a notar que no pueden subir a toda prisa un tramo de escalera sin que el corazón se les altere un poco. Todo ésto bien puede ocurrir en el transcurso de l800 días. Les asombrará sin embargo observar que, en conjunto, las cosas no se han modificado demasiado…” Thorton Wilder

“(…) También se crean condiciones desfavorables para el psicoanálisis si la edad del paciente ronda el quinto decenio, pues en tal caso ya no es posible dominar la masa del material psíquico, el tiempo requerido para la curación se torna demasiado largo, y la capacidad de deshacer procesos psíquicos empieza a desfallecer.” 2

La vida y la obra de S. Freud se encargaron de desmentir estas afirmaciones. Sabemos de los efectos que la transferencia con el maestro tiene sobre los desarrollos del conocimiento. Sabemos que posibilita y favorece el aprendizaje, pero que es también obstáculo en la producción de nuevos descubrimientos que cuestionen las afirmaciones por él instituídas.

Cuerpo y cultura en sus peculiares intersecciones han abierto paso a la formulación de nuevas consideraciones técnicas y teóricas para el análisis del sujeto en las distintas etapas evolutivas.

El psicoanálisis de niños, o su ampliación a diferentes contextos multipersonales -por citar sólo algunos ejemplos- muestran que estos nuevos espacios enriquecen, renuevan y, por qué no decirlo, cuestionan algunas de las teorizaciones originarias.

De lo originario y lo cultural trata precisamente nuestro trabajo, que inscribimos como aporte a los desarrollos del psicoanálisis de personas de tercera edad.

Tratamos en primer lugar, de acotar la problemática. Tomamos los factores macrosociales y transubjetivos que van más allá de un sujeto y lo determinan en su constitución. Veremos cómo la estructura social, en un interjuego dialéctico con sus integrantes, genera en ellos y para sí diferentes mecanismos que permiten procesar la angustia y dominar ilusoriamente el único real: la muerte. Luego planteamos la aparición de un momento impreciso que marca el comienzo del envejecimiento. Entendemos por tal un estado mental en el que la flecha del tiempo se clava en la imagen, hace crujir el espejo y pone en marcha un proceso elaborativo: la resignificación del pasado, la consolidación del presente en toda su complejidad y la puntualización de estrategias para organizar el futuro se conjugan.

Continuamos analizando las vicisitudes de la dinámica pulsional. Enfatizamos el ejercicio del dominio recorriendo la polaridad activo/pasivo y su incidencia en el proceso de envejecimiento.

Así llegamos a aquel momento en que, progresivamente, empieza la búsqueda de apuntalamientos en las producciones subjetivas que culminan en la intensificación de las reminiscencias.

Y así concluimos: con el analista y su deseo de curar viejos.

Tiempo del pacto

Que en la sociedad actual existe una crisis de valores no es un secreto para nadie, aún más, es un lugar común. Pero este lugar común pesa tanto que los grandes pensadores y filósofos de la modernidad han dedicado su tiempo y talento a analizarlo. Dejemos a ellos el estudio y la reflexión de esta compleja problemática para tomar sólo los aspectos que nos interesan.

Los valores no son dados por una instancia externa ni impuestos por una entidad suprema. Son creados por la sociedad misma y constituyen polos que orientan el quehacer humano, establecen ideales y organizan las múltiples representaciones sociales que incorporan los hombres.

En el curso de su constitución, el sujeto es inducido a investir los valores que la cultura propone. Así el orden cultural se inscribe en cada uno de los integrantes del cuerpo social, conformando el ideal del yo. Esta instancia normatizadora del psiquismo regulará los movimientos intrapsíquicos, ordenará los intercambios de los individuos entre sí y marcará los senderos a la satisfacción desiderativa. Y, por supuesto, señalará el acuerdo o desacuerdo de cada acto con los valores establecidos, balanceando la autoestima.

Esas representaciones sociales se manifiestan en el discurso colectivo, las actitudes y conductas de todos y cada uno de los individuos, las producciones artísticas, etc. Constituyen una matriz reticulada sobre la que se teje y despliega el “ya dicho” cultural.

A pesar de los vertiginosos tiempos que corren, sufren lentas modificaciones y se transmiten a través de la cadena transgeneracional y de la intersubjetividad por medio del contrato narcisista 3. Este contrato, cuyos garantes son los padres, asegura la continuidad de la cultura al perfilar subjetividades armónicas con los enunciados que porta. En sus múltiples articulaciones conforma el discurso social, fundamenta el por qué y para qué de las cosas e instituye lugares a ser ocupados por las nuevas generaciones. A la vez que provee apuntalamientos narcisistas, garantiza la permanencia del conjunto.

En este siglo el acelerado cambio tecnológico, entre otros factores, ha producido un sensible cambio de valores. La trascendencia, el sentido de la existencia y el compromiso, han sido sustituídos por la cultura del vacío, del estallido de los sentidos y de lo efímero. Esta constelación valorativa, que impregna cada vez más las organizaciones sociales, deja al hombre inerme frente al sufrimiento y la muerte. Por ello, todo lo que de manera más o menos directa remite al dolor y la finitud del ser, es rechazado, expulsado hacia los bordes. Paradójicamente los discursos oficiales sobre la vejez tienen un carácter casi apologético. La mayor parte de ellos sostienen que es una etapa de la vida en la que la acumulación de experiencias y el dominio de las pasiones reemplaza a las vacilaciones de antaño y los desgarramientos juveniles se armonizan para dar paso a la serenidad. Edad de la sabiduría en la que queda plasmado lo más sublime del espíritu humano.

Por ello, se declama, nuestros mayores no sólo merecen respeto. Sus vidas son el ejemplo a ser seguido por los más jóvenes; el modelo que debe guiar la conducta de las generaciones venideras.

Estas consideraciones se desvanecen cuando nos acercamos a los elementos míticos que contienen.

Si revisamos la historia y nuestra cotidianeidad concluimos rápidamente, que hoy como ayer la idealización de los mayores concierne tan sólo a los ricos y famosos, otrora sabios y poderosos. Observamos, sin demasiada suspicacia, que el respeto y la consideración están reservados sólo a esos prestigiosos. A los otros, los desconocidos, los necesitados, se los pone entre paréntesis.

Parte de nuestra sociedad ve en los viejos potenciales consumidores. Y el mercado, que no tiene moral, descubre un novedoso sector para los fabricantes de quimeras. Valiéndose de una prensa plagada de eufemismos revela la existencia de numerosos elixires que pondrán fin a los achaques de la vejez; ofrece termas salvadoras donde internarse y promueve momentos inolvidables en tours de vacaciones con todo incluído. Sin embargo, el mercado todavía no ha resuelto cómo acercar a estos nuevos consumidores esos objetos que presentan como deslumbrantes fetiches. Los violentos cambios de la economía han desbaratado los proyectos de los que planeaban una vejez tranquila, con una situación holgada económicamente, para poder disfrutar de los esfuerzos de toda una vida.

A la vez, los gobiernos amnésicos y poco agradecidos, concurren a esta situación retribuyendo años de trabajo con asignaciones miserables, servicios médicos de ínfima calidad e infinitos trámites burocráticos para la más pequeña solicitud. Así, los viejos son objeto de violencia y los jóvenes testigos temen llegar a viejos.

Todos estos hechos son reforzados en el imaginario social por fantasías de corte netamente denigratorio. Fantasías que cristalizan en la narrativa infantil cuyos personajes más temibles y siniestros están encarnados por ancianos: “el viejo de la bolsa”, “la vieja bruja”, etc. Así, los niños, temen a los viejos.

La experiencia que es fuente de sabiduría y respeto es poco reconocida en las organizaciones urbanas. Acá todo se precipita a gran velocidad (basta ver la duración de los semáforos) y la vejez no es la mejor edad para andar corriendo.

La incoherencia, la falta de armonía entre lo que se enuncia y lo que se hace es casi patética.

Podríamos afirmar, para explicar esta contradicción, que en lo discursivo adherimos a la tradición oriental y en los hechos somos fieles a la herencia grecolatina. Pero este argumento no nos convence.

Pensamos que, dado que la vejez encuentra su límite histórico en la muerte, se ha depositado exclusivamente en los viejos su amenazante significación. Por eso gran parte de los enunciados elogiosos sobre esta etapa de la vida, parecen un artilugio para encubrir el displacer ligado a ella y al temor que despierta. Encubrimiento que no alcanza a ocultar las actitudes de rechazo social de que son víctimas los viejos.

Elogio discursivo y maltrato de hecho expresan, a la manera de un síntoma, la angustia que despierta aquello que la vejez evoca: la muerte.

La muerte es lo desconocido, lo enigmático. Se sabe que pone término a la existencia pero es algo de lo que nadie tiene experiencia directa. Es el dato más familiar y el más ajeno, el más cierto y también el más rechazado.

Al igual que todo el acontecer humano, su dramática se despliega, en la escena psíquica, en dos planos.

En uno de ellos, el del yo conciente, la representación de la muerte -cuyo referente es por naturaleza incognoscible- toma múltiples formas. Es concebida como salvación o recompensa, como amenaza o castigo, como simple extinción. Diversas alegorías para pensar aquello de lo que nada podemos conocer, salvo que es el final.

Dice A. Bierce en su irónico diálogo:

“- Exacto. Es el memorandum de una orden concerniente a su ejecución, que debe leerse a las tropas al toque de diana.

En el plano inconciente, si nos atenemos a las tan conocidas aseveraciones freudianas, nos encontramos con la imposibilidad de un saber sobre la muerte:

“En el fondo nadie cree en su propia muerte, o lo que quiere significar lo mismo, en el inconciente cada uno de nosotros está convencido de su inmortalidad…” “nuestro inconciente es tan inaccesible a la representación de la muerte propia…” 5

En el sistema inconciente el negativo de la vida, el “no-ser” no tiene cabida. En él, el final como desenlace natural de la existencia no puede ser registrado.

La creencia inconciente en la inmortalidad pareciera tener, durante la juventud, su correlato conciente. En esta etapa de la vida, salvo casos excepcionales, la propia muerte es una representación abstracta. Una información de la que se tiene conocimiento pero que no guarda relación ni incide en la cotidianeidad del vivir.

Con el transcurrir del tiempo – la desaparición de pares, familiares y amigos – comienza lentamente la conciencia de finitud. La muerte ya no es una abstracción, pasa a ser algo que nos concierne.

Pero a pesar de aparecer como cierta es indeterminada respecto de su aparición fáctica y siempre motivo de intensa angustia. Es por ello que se deja de lado como un acontecimiento que tendrá lugar en el futuro, un futuro que se posterga día a día.

Se encubre así el hecho de que la muerte es posible a cada instante.

“Para morir lo único que hace falta es estar vivo”. Este conocido refrán alude al hecho de que la muerte es un límite para la existencia, no en tanto término o final, sino en cuanto condición que acompaña todos sus momentos. Esta dolorosa e inmanente posibilidad de la vida es siempre rechazada. En el presente la muerte no tiene cabida. Sin embargo, la conciencia de la finitud parecería ser el motor último de toda empresa humana. Las grandes obras de la civilización -artísticas, religiosas, científicas- testimonian la eterna lucha del hombre contra la muerte. Su rechazo no es un problema individual. Decíamos antes que en la actualidad, los valores que poco a poco se van imponiendo, tienden a dejar de lado todo lo que pueda cuestionar a esa subjetividad del éxito y el poder.

Así como a través del contrato narcisista se transmiten los valores e ideales que han de ser investidos, también desde lo social se establecen aquellas representaciones que serán recusadas.

La operación mediante la cual se cumple esta expulsión se lleva a cabo por medio de un “pacto contra lo negativo” 6. Es un acuerdo que encierra lo desconocido, lo destructivo y la experiencia que aún no fue hecha. Clausura lo no dicho, para que las alianzas y los vínculos sean posibles. Sus enunciados son inconcientes y por lo tanto no son explícitamente formulados, pero se los infiere del discurso social y de las verbalizaciones de los individuos.

Es la contracara del contrato narcisista y su función es excluir de la circulación social y/o grupal, todos aquellos elementos atentatorios contra su cumplimiento. Crea un espacio necesario para la aparición de lo nuevo, pero al mismo tiempo es potencialmente riesgoso porque el violento reingreso de elementos no metabolizables destruye la integridad psíquica comprometida en ese vínculo.

En este pacto de exclusión se vehiculizan, enmascarados, los contenidos intolerables e incognoscibles como la inermidad y la muerte. Se pone en juego por la acción de mecanismos defensivos para dominar la angustia. La represión, la negación (verneinung), el rechazo violento que ejerce el repudio (Verwerfung) y también la renegación (Verleugnung) silencian la entrada de Tánatos en el proceso de instauración de los vínculos. Lo que se declara ajeno a ellos, queda fuera de la ley. Esta es la función de lo instituído. El derecho ha regulado en la civilización, las relaciones de violencia que conciernen a los compromisos pulsionales y a la circulación del deseo en los conjuntos sociales.

Así es que socialmente, los grupos en los cuales se proyectan esos contenidos, son empujados a la periferia, marginados.

Es un magnífico ejemplo de ello, el conmovedor libro de Adolfo Bioy Casares “Diario de la guerra del Cerdo”, que narra las vicisitudes que atraviesa un grupo de viejos para salvar su vida del ataque de los jóvenes. Los episodios transcurren en un barrio metropolitano. “Guerra a los viejos”, dice el graffiti estampado en una pared de la calle que ilustra la tapa del libro y sintetiza la metáfora que el autor despliega en la novela. En esta ficción, cristalizan las distintas actitudes sociales de la alianza amorosa entre las generaciones, como promesa para la continuidad de la vida.

El tiempo de la imagen

La vida del hombre está acotada por la temporalidad, transcurre entre los límites que le imponen el nacimiento y la muerte. Pero queda marcada por un antes y un después de esos límites: un antes que está dado por el deseo de sus padres y un después que se anticipa en el anhelo de perpetuidad.

Esos “antes y después” no son simples referencias históricas que ordenan cronológicamente la experiencia, constituyen enunciados identificatorios que organizan la subjetividad.

El tiempo exterior se incluye en el psiquismo a través del otro y los inicios de su incorporación se relacionan con la presencia/ausencia del objeto. La ausencia, que posibilita la aparición del deseo, va instalando también la idea de temporalidad. La secuencia lleno/vacío que se impone el infans como absoluto, se transforma en un “lapso” transcurrido entre cada aparición/desaparición o “tiempo de espera” necesario para volver a tener el objeto.

Entre tanto la represión, al escindir el psiquismo funda dos espacios tópicamente diferenciados y dos regímenes temporales también distintos entre sí; la inscripción tópica de las representaciones sella su inscripción temporal.

Uno de estos espacios, el del yo conciente, se rige por un tiempo realista que registra y tiene en cuenta la sucesividad diacrónica. Es el tiempo de la historia. El otro, el inconciente, se puebla ignorando tanto el tiempo como el objeto en cuanto representantes del mundo exterior. El deseo perdura en ese eterno presente, materia prima desde la cual se va a organizar la experiencia. Es el tiempo de la fantasía.

¿Cómo interjuegan esos dos regímenes temporales ante los primeros signos de envejecimiento ? ¿Cuáles son los parámetros para determinar en qué momento comienza?

Los más tradicionales, de carácter sociobiológico, sostienen que para el hombre en la jubilación y para la mujer en la menopausia; fin de lo instituído para lo productivo y reproductivo. Estos parámetros, que pueden ser válidos para una perspectiva estadística, poco nos dicen sobre el registro subjetivo del paso del tiempo y menos aún de su relación con el tiempo externo, ese que va marcando el cuerpo en su transcurrir.

Porque a pesar de nuestros deseos y nuestra vitalidad, no todos podemos escribir como Sófocles a los 90 años “Edipo en Colono”. Tampoco podemos evitar que el reiterado trato de Sr. o Sra. con cierta solemnidad nos indique, desde afuera, que hemos pasado a ocupar un lugar diferente ante los otros, los más jóvenes.

La crisis del envejecimiento cuyo comienzo se ubica, según cada campo teórico, en distintos momentos cronológicos, para nosotros, se anuncia en un tiempo de carácter absolutamente subjetivo: el tiempo de la imagen.

La realidad devuelta por el espejo ubica al sujeto en un punto de no retorno. A partir de allí acechará con ansiedad cualquier cambio que modifique el aspecto corporal y altere la imagen que de sí mismo tiene. Podríamos decir que el envejecimiento se anuncia en términos de estética.

El culto al cuerpo y a la belleza, hoy, en nuestra cultura occidental, constituyen un mandato, una exigencia a la que hay que responder so pensa de ser marginado. Y para ello contamos con todos los recursos de la tecnología médica. Si nos sometemos a la cirugía plástica, si disciplinadamente logramos mantener una dieta balanceada, si con rigor militar realizamos la actividad física indicada, el espejismo de la eterna juventud se hará realidad. Tendremos garantizada la pertenencia al cenáculo de los elegidos.

Pero el cuerpo no sabe de mandatos sociales y lentamente, a pesar del maquillaje y a despecho de la tecnocosmetología, su aspecto exterior se modifica. Ese cuerpo, marcado por las canas, arrugas y calvicie, se convierte en una realidad insoslayable. Lugar de sufrimiento que enfrenta al sujeto con el paso del tiempo.

Se asiste impotente al cambio de la imagen aunque no se sienta aún los efectos del envejecimiento. La ayuda de la presbicia no es suficiente para negarlo. El psiquismo se verá entonces ante la necesidad de poner en marcha una serie de mecanismos elaborativos destinados a incluir este cuerpo extraño, que golpea rudamente los ideales narcisistas.

Lacan, en numerosos trabajos sobre el Estadío del Espejo, señala con precisión de qué manera el niño, al identificarse con la gestalt del cuerpo del otro, conforma una imagen que unifica, anticipadamente, su cuerpo desmembrado. Así, a partir de la relación inmediata con el semejante se establece el yo ideal, núcleo constitutivo del yo. Yo ideal para quien se vuelve insoportable la afrenta de la edad.

Hoy el espejo no devuelve la imagen esperada, en su lugar aparece otra que provoca una “inquietante extrañeza”. Es una imagen que no coincide con las impresiones que de sí se tienen y al mismo tiempo sobrecoge por la semejanza con la de un progenitor generalmente fallecido.

El fugitivo registro de la incompletitud que emerge en una arruga o unas canas, genera una irritante tensión psíquica derivada de la confrontación entre yo ideal y realidad corporal.

Se inicia así un movimiento que, a la manera de un alud, arrastra en su caída todas las imágenes narcisistas que fueron constituyendo el yo. Porque, si bien es la fantasía de eterna juventud la que al ser cuestionada desencadena este proceso, quedan involucradas en él todas aquellas otras de omnipotencia, sabiduría y perfección. Caído el yo ideal aparece su negativo: el “yo horror”, lugar donde cristalizan la castración, el despedazamiento y la aniquilación.

Estas fantasías inconcientes se filtran en el yo ocasionando reacciones que oscilan entre lo desagradable que consterna y lo horroroso que desespera. Podemos decir entonces que, en plena madurez, el envejecimiento se anticipa en la imagen. El paso del tiempo ha generado desajustes en la identidad que parece fugarse por el espejo.

Probablemente haya sido esta experiencia la que llevó a Oscar Wilde a escribir su célebre “Retrato de Dorian Gray”, poniendo el cuadro en el lugar del espejo para ilustrar el drama del envejecimiento. “El drama no es envejecer sino permanecer joven” hace decir a uno de sus personajes, marcando las incongruencias entre lo percibido y lo vivido. El personaje mantiene una perfección intemporal mientras el retrato envejece con los estigmas de sus actos. Sólo la muerte lo libera del sortilogio y en ese instante muda su aspecto. Su rostro se surca de terribles marcas mientras el retrato recupera su belleza original.

La mirada que tan duramente juzga la imagen ya avejentada no sólo la dirige aquel joven de 25 años que ya no es; la impone también el entorno. Esa mirada que, apoyada en los modelos propuestos por los massmedia, sólo valora el cuerpo esbelto y elástico, la potencia para los deportes y la lozanía del rostro adolescente. Dura tarea la de sustraerse a la presión social, hacer caso omiso de la publicidad y permanecer indiferente a aquellos mensajes que indican que ya se está quedando fuera de circulación. Evidentemente estas representaciones sociales no contribuyen en nada a elaborar la crisis de la edad media de la vida.

Rabia e impotencia ante la injuria narcisista, temor ante lo que el futuro depara, dolor ante la juventud perdida. A esta gama de sentimientos debemos sumar circunstancias vitales particularmente complejas: padres viejos que requieren cuidados, hijos adolescentes que aún reclaman atención, necesidad de prever el futuro económico cerca los últimos años de vida productiva. Ante este panorama pocas parecieran ser las posibilidades de evitar el colapso. Sin embargo la observación cotidiana y el trabajo clínico indican lo contrario. Con mayor o menor éxito esta crisis se supera y, pasado un período depresivo de diferente intensidad en cada uno, el sujeto se moviliza en búsqueda de nuevos espacios donde encontrar coincidencias y obtener placer.

¿Cómo salir de la tensión generada entre el yo y el yo ideal? La organización simbólica es lo que impide quedar atrapado en esa trampa óptica inconciente ya que es este orden el que mediatiza la especularidad originada en la relación dual imaginaria con el semejante.

El ideal del yo instaurado a partir de su introyección limita los efectos aniquilantes de la desilusión narcisista. Esta instancia simbólica que propuso y desplazó metas a lo largo de la vida, capacitará al yo para resistir los embates del tiempo, de la imagen y también de los mandatos sociales. Además el sujeto no ha perdido su lugar en el mundo; las satisfacciones desiderativas que experimenta, las actividades que realiza y el reconocimiento de los otros, impiden que el “yo horror” se imponga sumiéndolo en la desesperación. Freud en su Autobiografía dice:

“… yo tenía entonces 53 años, la corta estadía en el nuevo mundo hizo ciertamente bien al sentimiento de mi propio valor. Allá me vi recibido por los mejores como un igual”.

Por la mediación simbólica y los apuntalamientos narcisistas, el deseo sigue su curso y el sujeto capacitado para cumplir con el compromiso humano pactado con Eros, el compromiso de vivir.

Si por el contrario hubo falencias en la estructuración del aparato psíquico y por ende en el ideal del yo, el individuo sucumbe ante la herida narcisista. El desplazamiento del ideal del yo por el horror desata una violencia indominable que revierte sobre el yo de distintas maneras. Señalaremos dos respuestas posibles, una de matices grotescos y la otra trágicos. Incluímos en la primera a aquellas personas que parecen una caricatura del joven que fueron. Intentan detener el tiempo inmovilizando rasgos que sienten como baluartes de juventud. Y entre las segundas, el estallido cardíaco de un hombre desgarrado por la tensión o el accidente automovilístico que hace real aquel despedazamiento del cuerpo del infans. Otra alternativa no menos radical la ofrece el suicidio. Cartas y discursos póstumos no dejan dudas en ese sentido.

Al matarse, Ernest Hemingway mató al “yo horror” que lo torturaba. No toleró los avatares a que lo sometió el paso del tiempo.

Escuchemos un fragmento del discurso de este hombre de acción y de letras testimoniado por su biógrafo 7:

“Qué es lo que crees que ocurre a un hombre -decía Hemingway- cuando se dá cuenta que nunca podrá escribir los libros y cuentos que se proponía escribir? No hacer ninguna de las cosas que se proponía hacer en la buena época?”… Si no puedo existir en mi propio estilo, entonces la existencia es imposible para mí ¿comprendes? Así es como he vivido y así es como debo vivir o no vivir”.

Un mes después ponía fin a su vida de un tiro.

Tiempo del dominio

El envejecimiento fugazmente anticipado por el yo horror va imponiendo al sujeto lentas e imperceptibles pérdidas que al sumarse se traducen en una limitación de las posibilidades yoicas. El intercambio antes fluido con la realidad, con los otros y con el propio cuerpo, comienza a dificultarse.

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La identidad socio ocupacional queda seriamente dañada por la jubilación, la disminución de la capacidad productiva, el empobrecimiento adquisitivo. La pérdida del poder y prestigio en la estructura familiar y social se hace evidente.

A ello se suman pequeñas minusvalías físicas: la falta de precisión y agudeza en los sentidos, las fallas de la memoria, el menoscabo del sistema osteoarticular y el desgaste más o menos generalizado de todo el organismo.

“El 13 de marzo de este año entré bruscamente en la verdadera vejez. Desde ese momento no me ha abandonado la idea de la muerte y a veces tengo la impresión de que siete de mis órganos internos están luchando por el honor de poner fin a mi vida. Ningún hecho especial se produjo que pudiera justificarlo a no ser que Oliver se despidió en viaje a Rumania. Así y todo no he sucumbido a la hipocondría y lo miro todo friamente, como si se tratara de mis especulaciones de “Más allá del principio del placer”. 8

A partir de esa realidad, el sujeto toma conciencia de su inscripción en el tiempo, de su finitud. Ya no puede permanecer ajeno a la presencia muda de la muerte. Y ese extraño saber de la muerte le provoca un sufrimiento difícil de acallar. Lo va a colocar en el corazón mismo de toda angustia.

El ideal del yo, que ha regulado la tensión narcisista a lo largo de toda la vida, posibilitará, una vez más, la recomposición libidinal necesaria para tolerar el fin de la existencia, resignificar el pasado y proyectarse, a través de sus ideales, en un futuro del que tal vez no participará.

A su vez el yo, en tanto instancia responsable de la relación realista con el medio, le corresponderá instrumentar las acciones necesarias para que tal tarea pueda concretarse.

Pero sigamos acompañando a Cronos.

Los ideales, esos polos que orientan la actividad del hombre, comienzan a vacilar, intereses que lo ocuparon y preocuparon, metas que persiguió, proyectos que armó y desarmó, en fin, todo ese caudal al que cotidianamente llamamos “razones para vivir” parecen diluirse y perder sentido ante la perspectiva de la muerte. Simultáneamente, los caminos para alcanzarlos de haber sido senderos claros y seguros, pasan a ser barreras infranqueables ya que disminuye la capacidad funcional e instrumental del yo para llevarlos a cabo.

Ante esta sucesión de duelos, sobreviene una intensa erotización del cuerpo y de su mundo interno. Preocupaciones por el funcionamiento orgánico, temores hipocondríacos e idealización del pasado que sostiene los recuerdos y reminiscencias, parecieran ser los recursos de que dispone, para preservar su yo y no perder el sentimiento de continuidad.

Asistimos a un profundo cambio en la economía libidinal del psiquismo. Las investiduras que hasta entonces estaban desplegadas sobre distintos objetos y actividades, quedan libres produciéndose un proceso de desligamiento.

En parte esa disponibilidad libidinal sufre el repliegue narcisista inherente a la elaboración de los duelos; la libido es acaparada por el yo para poder llevar a cabo el trabajo de desprendimiento que las pérdidas le imponen.

Pero esa necesaria pendulación hacia la interioridad conduce, a veces, a una retracción peligrosa de los contactos con el entorno, que puede amenazar la vida de relación. Decimos peligrosa porque es en este punto donde vemos la acción de la pulsión de muerte.

Recordemos que la energía pulsional en su puro ser orgánico-instintivo tiende a la descarga absoluta de toda tensión. Sería ésta la expresión máxima de la pulsión de muerte.

Sólo la presencia del semejante va a crear las condiciones necesarias para subvertir esa tendencia natural. En el encuentro con el otro, la excitación pulsional se acota y encausa al quedar anudada a un representante. En ese momento originario se inicia el dominio de la pulsión. El enlace libidinal con el otro primordial posibilita que el pequeño ser biológico inicie su recorrido humano. Desde entonces, el psiquismo queda capacitado para establecer nuevos y sucesivos vínculos como efecto del flujo de investiduras que habilitó aquella primera ligadura pulsional.

Es este movimiento el que peligra durante el envejecimiento. De no encontrar el sujeto las vías adecuadas para reinvestir la realidad y establecer nuevos vínculos, dejará un espacio abierto que será dominio exclusivo de la pulsión de muerte.

En esos dominios, su precario equilibrio psíquico puede quebrarse ante cualquier hecho significado como pérdida (la muerte de un gato, una caída, una pérdida, el robo de una billetera), dejándolo en un estado de dependencia tal que lo conduce inexorablemente a la muerte.

Esa presencia sorda nos enfrenta también a los histéricos apoltronados en sus ensueños diurnos, a los obsesivos rumiando sus cavilaciones, a los paranoicos acumulando querellas y a los melancólicos convertidos en el cadáver de su enemigo. Y en los casos extremos la acción ya no tan muda, de la pulsión de muerte arrasa con el yo produciendo su autolisis. Autodestrucción que hace caer la identidad de percepción y precipita al sujeto en el vacío de la representación, sumergiéndolo en la demencia. Llegamos a la muerte psíquica por desconexión de representaciones entre sí, de vínculos, de representaciones y afectos, del sujeto con la realidad y con su historia. Disolución, en fin, de la red de experiencias que constituyen el psiquismo.

“Una parte de destrucción de sí permanece en lo interior, sean cuales fueren las circunstancias, hasta que al fin consigue matar al individuo, quizá sólo cuando la libido de éste se ha consumido y fijado de una manera desventajosa”. 9

El gran trabajo del yo durante el envejecimiento es oponerse a esa tendencia espontánea a la desagregación, a la desunión.

El sujeto debe encontrar e investir nuevos objetos que, sustituyendo a los perdidos, devengan fuentes de placer.

La castración, en tanto experiencia fundante del psiquismo, se encuentra en la base de esa posibilidad de sustitución libidinal. Impone al sujeto una renuncia y lo capacita para asumir la falta, creando las condiciones necesarias para que se lleve a cabo el trabajo de duelo que Lagache llamó “matar la muerte”.

Esa operación simbólica que actuó durante toda la vida, una vez más, debe ser reactivada. El sujeto debe admitir con dolor que los límites de su cuerpo son más estrechos que los de su deseo y que la muerte es una condición inmanente a la existencia. Por eso los duelos en esta etapa de la vida son particularmente difíciles, conciernen no sólo a los objetos sino también al yo. Y en este caso no hay sustitución posible; lo que debe ser sustituído no es otra cosa que la vida misma.

Nos encontramos frente a un punto clave: seguir viviendo y deseando a pesar de la proximidad del fin. Para poder hacerlo, el psiquismo deberá recurrir a todo lo que le permita, aunque sea ilusoriamente, negar la castración radical de la muerte.

Uno de los mecanismos que convergen en este trabajo es la Verleugnung, aquel que Freud describió como característica de las perversiones. Quizá sea ésta una de las pocas circunstancias en que lo encontramos al servicio de la continuidad de la vida. Al desmentir la muerte y dejarla fuera de la escena psíquica se coarta la angustia catastrófica que su constante presencia ocasionaría.

Esta “verónica” a la muerte tiene larga data; contiene en sí la historia del aparato psíquico. Lo que se retoma ahora no es otra cosa que el modelo defensivo que el pacto contra lo negativo proporcionó. Aquel pacto que en los comienzos de la vida hizo posible el retroceso de la angustia y el encuentro amoroso con el otro.

“Como si” la muerte no existiera, movilizado por el deseo, el sujeto busca nuevos destinos a su capital libidinal. El entusiasmo por la cocina o las plantas, la relación con los nietos o los amigos del bar, el interés por el arte y el conocimiento o el refugio en la religión, son algunas de las variadas situaciones que al ser investidas, lo enlazarán a metas que trascienden su vida individual.

Y es entonces que la acumulación de experiencias y la multiplicidad de identificaciones habidas a lo largo de la vida, enlazadas a este renovado deseo de vivir, cristalizan en aquello que, a lo largo de los tiempos se llamó, sabiduría. Sabiduría que no es otra cosa que constante trabajo de gobierno de sí al que cada uno de nosotros está sometido y que gozó de tanto prestigio en las civilizaciones grecoromana y orientales.

Observamos en numerosas oportunidades situaciones en las que ese dominio de la propia vida está obstaculizado. Se trata de viejos cuya característica esencial es la pasividad. Sus relaciones intersubjetivas están marcadas por la dependencia, en algunas ocasiones casi parasitismo. Incapaces de decidir, viven a la espera de que otro lo haga. Sólo salen de la apatía y la abulia cuando ese otro los incita o impuja a alguna actividad. Su tiempo transcurre ocupado en pequeñas minucias domésticas: un ínfimo ma-lestar orgánico, una discusión intrascendente, un desperfecto doméstico. Estrategias para matar el tiempo ante la imposibilidad de aprovecharlo de forma más placentera.

El anciano, imposibilitado de realizar un trabajo elaborativo, se entrega pasivamente a su inevitable destino. Una vez más nos enfrentamos a la acción de la pulsión de muerte que, en estos casos, aparece facilitada por trastornos en la pulsión de dominio y en la polaridad activo/pasivo.

Hagamos un rodeo teórico.

El destino de la pulsión de dominio, como todo en el campo de la humano, se juega en el seno de la intersubjetividad. A causa de la indefensión, la tendencia activa a la aprehensión de sí -tanto en lo pulsional como en lo relativo al propio cuerpo- es capturado por la relación madre-niño, quedando el infans en la posición de pasivo-dominado. Por los procesos identificatorios recupera, transformada, la potencialidad activa de la moción pulsional, ya que a través de ellos incorpora también los ordenamientos simbólicos que normalizan estas mociones. Se inscriben así en el psiquismo dos modalidades: activa/pasiva que están en relación directa con la pulsión de dominio: dominarse/ser dominado. Esta polaridad estará presente a lo largo de toda la vida del hombre y la actitud que como sujeto pueda asumir frente a sí mismo, va a estar dada por la predominancia del lugar que ocupe en dicha polaridad.

En los casos que recién mencionábamos, la acción de la pulsión de muerte se vehiculiza en la imposibilidad del sujeto de adueñarse de su potencial libidinal y de sus propios intereses.

El predominio casi absoluto del polo pasivo lo lleva a desentenderse de sus deseos y a entregar -al otro ubicado en el polo activo- su vida y su destino. Perdidos en el otro han muerto para sí. Nos dice Séneca en su texto “La brevedad de la vida” :

“… Bastante larga es la vida que se nos dá y en ella se pueden llevar a cabo grandes cosas, si toda ella se empleara bien; pero si se disipa en el lujo y la negligencia, si no se gasta en nada bueno, cuando por fin nos aprieta la última necesidad, nos damos cuenta de que se ha ido una vida que ni siquiera habíamos entendido que estaba pasando. Así es: no recibimos una vida corta, sino que somos nosotros los que la hacemos breve”.

Tiempo de reminiscencias

Cuando por la toma de conciencia del envejecimiento se ratifica la conciencia de la muerte, el yo se ve en la necesidad de integrar ese límite que por fuerza se le escapa. Tanto se le escapa que intenta trasgredir sus dominios formulando deseos que lo extiendan más allá de la vida. Las humoradas que transcribimos son una fiel expresión de ello: se sabe que es el fin pero se lo desmiente pensando en el después.

El estar muerte no es una experiencia del hombre; por su condición de existente no puede acceder a ella. Pero el yo, en la necesidad de historizar la vida, va a buscar argumentos para otorgarle sentido.

La fantasía inconciente proporciona la materia prima y el imaginario social las representaciones que plasmarán en esos argumentos.

La fantasía fabrica entonces una escena aceptable que organiza la realidad psíquica y protege al yo ante la angustia de la nada. Por su estructura y la semejanza de su contenido, puede ser identificada con las que Freud llamó “fantasías originarias” o “protofantasías”.

Descartamos, con otros autores 10 el origen filogenético que planteó Freud. Coincidimos en situar ese origen en el nacimiento del deseo cuando el encuentro con el otro, promovido por lo autoconservativo, genera ese plus de placer cuya repetición se va a buscar a lo largo de toda la vida. En ese momento se inscriben las fantasías originarias que consideramos el testimonio del tránsito del cuerpo por el “entredos” del vínculo.

Constituyen una versión temprana y naturalmente preedípica de la escena primaria o de fusión, castración y seducción. La primera representa la unión con la madre, la segunda su ausencia y la tercera el cuerpo erotizado por ella. Estas fantasías -variaciones sobre un mismo tema- se van complejizando y enriqueciendo por la adquisición del lenguaje. Manteniendo su estructura original, algunos de sus contenidos aparecen en la conciencia bajo la forma de ensueños diurnos y reminiscencias. Afirmamos con Freud:

“Profundamente oculta, debajo de todas las fantasías, descubrimos una escena que data de las épocas más tempranas. Esta escena satisface todas nuestras exigencias y en ella desembocan todos los enigmas aún no resueltos”. 11

De esos enigmas se ocuparon la religión, los mitos, el arte, que han intentado desde siempre dar un sentido a la muerte y su más allá.

En nuestros días también el cine dá cuenta de esas fantasías. Bob Fosse en “All that jazz”, culmina su vida bailando y coqueteando con una nívea mujer que lo lleva con ella. Otra muerte, esta vez más oscura y menos etérea, acompaña constantemente al poeta de “El lado oscuro del corazón”, abandonándolo sólo por instantes.

Afirmamos entonces que las fantasías sobre el origen de la vida son también las de su fin. Esos “tesoros de la humanidad” permiten aceptar los límites que impone la vida.

En la vejez predomina un tipo especial de fantasía: la reminiscencia. Esta modalidad, casi paradigmática de la vejez avanzada, es el punto culminante de aquella tendencia que se perfila cuando la toma de conciencia del proceso de envejecimiento pone en marcha la reelaboración del pasado.

Las reminiscencias son las últimas astucias de un yo que no quiere claudicar. Allí se canaliza la energía pulsional que circula libremente. Anudándose al pasado protege al suceder psíquico del sufrimiento. Una protección válida en un momento en que mucho se la necesita para paliar el frío de la edad muy avanzada en el tiempo.

Mafalda hablando de la vejez dijo: “Lo que molestan no son los años sino la sensación térmica”. Sorprendentemente, coincide con las afirmaciones de Freud en cartas a L.A. Salomé:

Mayo de l925

“Una caparazón de insensibilidad se forma lentamente alrededor de mi (…) Es una evolución natural, una manera de comenzar a convertirse en inorgánico”.

Dos años más tarde:

“La lentitud, el abandono de la vejez… yo

siento venir el frío interno… me toca sin embargo las capas periféricas; el fuego íntimo no está apagado, con un poco de tiempo habrá una erupción”.

l6 de Mayo de l935:

“¿No hace falta una buena naturaleza y mucho humor para soportar el horror de envejecer? Aprendo finalmente lo que es tener frío”.

El deseo se reconoce en la emoción que se experimenta. El viejo como todo humano, para cumplir con el compromiso de vivir necesita sentirse sentido. Esta vitalidad pulsante se experimenta en la unión con los otros, a veces dificultada por los achaques de la edad. Allí es donde concurre la reminiscencia, acompañando en la soledad o enlazando en el encanto de su relato a los otros, a veces remisos a otorgar esas satisfacciones.

Tiempo de la cura

A lo largo de este trabajo hemos tratado el envejecimiento como un proceso natural del desarrollo que implica una reestructuración del psiquismo. Su transcurrir está caracterizado por pérdidas de distinto orden e importantes adquisiciones que surgen por la reapropiación de capacidades existentes y la aparición de otras nuevas que se descubren por la mayor disponibilidad de tiempo.

La multiplicidad de vínculos establecidos, el acopio de información, la experiencia habida, enseñaron a valorar situaciones, objetos y personas. Gracias a ese aprendizaje, las circunstancias se tornan algo más transparentes y la ubicación frente a ellas es más rápida y menos costosa. La elaboración vivencial compensa la falta de velocidad en la acción.

El sujeto podrá hacer de la vejez un largo y quejumbroso calvario o un momento vital con agradables placeres.

Como en otras etapas de la vida, hay adquisiciones y pérdidas, logros y fracasos. Como en otras etapas de la vida las contraindicaciones para un tratamiento analítico van a estar dadas por diversos factores pero no por la edad.

Si alguien de “cierta edad” acude en búsqueda de alivio para su sufrimiento y piensa que aquél a quien se dirige tiene el saber que podrá ayudarlo y si, por otra parte, ese alguien posee la formación necesaria y el deseo de hacerlo, ¿no nos encontramos frente a una demanda de análisis?

Si contamos con las dos condiciones indispensables para iniciar la aventura analítica ¿podemos hacer de esa “cierta edad” una contraindicación? No encontramos ninguna razón válida para pensar que los años transcurridos puedan transformarse en obstáculo insalvable.

Siempre que aparezcan fragmentos de un discurso amoroso, el psicoanálisis es posible. Mientras esté vivo el deseo de saber algo acerca de sí mismo y presentes las ganas de poner en otro las vestiduras del objeto de la primera dependencia, la transferencia está ahí y el deseo inconciente dispuesta a fluir.

El encuentro entre la persona que demanda alivio a su padecimiento y otra con la capacidad para cubrir esa demanda, instala la transferencia e inicia el proceso analítico.

El deseo de curación por parte del analista es un punto que queremos destacar.

La riquísima y compleja conceptualización psicoanalítica tiene, en sus orígenes, una finalidad práctica: curar “enfermos nerviosos”. Freud abre un nuevo espacio teórico no sólo por un puro interés especulativo al que era muy afecto sino porque las herramientas médicas de que disponía no le resultaban suficientes para resolver las dolencias de los pacientes que se le acercaban.

Somos en este aspecto fieles a esos orígenes: suscribimos absolutamente la validez y legitimidad del proyecto terapéutico del psicoanálisis. Entendemos que la cura es el resultado natural de un proceso que brinda al sujeto la posibilidad de hallar sus determinaciones inconcientes, de develar el sentido de su accionar y recuperar lo que estaba exclúido del campo de su saber.

Si bien la cura, así planteada, aparece sobre el final y como efecto de un largo rodeo, el objetivo terapéutico está presente desde los inicios mismos del tratamiento, guiándolo y dándole sentido.

Si como analistas deseamos que nuestro paciente se cure, también como analistas tenemos concepciones de la cura que van mucho más allá de los principios generales que acabamos de enunciar. Los parámetros científico-ideológicos sobre los que se establecen los conceptos de saludenfermedad, normalidad-anormalidad, imponen una cierta tendenciosidad a la escucha analítica. En función de ellos se seleccionan ciertos datos del discurso dejándose otros de lado y en ese seleccionar guiamos al paciente en una determinada dirección.

A partir de esos primeros encuentros en que se instala la transferencia y en el marco temporo-espacial que provee el encuadre, el proceso psicoanalítico se irá desarrollando alrededor de distintos ejes.

Aparecerán las constantes que a diario encontramos en nuestro quehacer clínico: sueños, resistencias, reacciones contratransferenciales inquietantes, relatos más o menos atractivos o tediosos, etc. Identificaciones que nos soprenden por su multiplicidad desfilan ante los ojos asombrados junto a la historia que los tuvo como protagonistas. Nos hemos sentido seducidos al ver cómo caía en llamas el palacio del Zar en la Plaza Roja o cómo de niños los paseaban engalanados por la europea calle Florida de la década del ’30. También sacudió nuestros prejuicios escuchar de la libertad sexual en los años locos de la postguerra. Esos hijos educados por padres victorianos hacían gala de una vida erótica que asombraría a más de un joven posmoderno.

Un mundo de fantasías que tratamos de entender, orientar, interpretar.

Pero más allá de las generalidades que observamos en cualquier tratamiento y más acá de la singularísima historia personal de cada paciente, el análisis con personas de “cierta edad” presenta algunas particularidades.

Los motivos de consulta aluden explícitamente a una depresión o síntomas a ella asociados: dolores corporales erráticos, sentimientos de tristeza, desgano y desvitalización, conflictos conyugales, imposibilidad de ocupar placenteramente el tiempo libre. En general nuestros pacientes “sufren de la autoestima”.

El desprendimiento del cuerpo en su pura apariencia narcisista y su reapropiación como fuente de placer y soporte de vida que hace posible la concreción de proyectos, es una tarea prioritaria del proceso analítico. Esta elaboración bloquea el camino a las ansiedades hipocondríacas y las pone al servicio del cuidado necesario para mantener su vitalidad.

Las reacciones agresivas y persecutorias vinculadas a la angustia de no asignación, es otro de los aspectos del trabajo elaborativo. La pérdida de lugares sociales y especialmente laborales, a veces baluartes durante toda una vida, generan respuestas que dirigidas al otro, a sí mismo, constituyen un motivo reiterado de ataque al terapeuta y resistencia al proceso de la cura.

El planeamiento de nuevas y distintas actividades es fundamental en esta etapa de la vida, pero quizá sea aún más fundamental su probabilidad de concreción. La validez de los proyectos que surjan va a estar dada, no sólo por el contenido sino también por el tiempo que demanda su realización. La adecuación al tiempo supone la renuncia a metas inaccesibles, efecto de actitudes maníacas negadoras de los límites.

Una vez más el tiempo eterno de la fantasía debe ser reemplazado por el tiempo de la historia.

Privilegiamos el psicoanálisis grupal durante el proceso de envejecimiento. La indicación, a veces despierta resistencia que puede condensarse en una frase: “Yo no quiero estar con viejos”. No nos sorprende, el viejo siempre es el otro. Aunque uno siempre es el viejo de algún otro, el fantasma de la vejez es una túnica que nadie se quiere poner. Sin embargo, agrupar a los pacientes según las problemáticas hace a la eficacia y singularidad de la técnica. Las resistencias desaparecen al incluir estas explicaciones en las entrevistas preliminares.

La técnica que empleamos no difiere de la utilizada en otros grupos de adultos, pero somos más estrictos en la selección de pacientes.

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